Hay elecciones que se definen por ideas, programas y trayectorias; y otras que dependen del clima emocional que se instala antes de llegar a la urna. Esta parece ser de las últimas. No porque falten propuestas, sino porque el debate público se ha desplazado hacia un terreno inquietante: el de las percepciones que reemplazan a los hechos.
La política global viene coqueteando hace años con un tipo de comunicación que no necesita demostrar nada para ser efectiva. Le basta con producir emoción. Y no precisamente una buena. En ese terreno, el dato duro queda atrás porque lo que importa es la sensación. Y ahí la posverdad no opera como error: opera como táctica.
En Chile lo vemos con claridad. Circulan diagnósticos que no calzan con ninguna cifra disponible; se exageran amenazas, se construyen escenarios apocalípticos y se ofrece una épica salvación que no tiene siquiera una revisión más mínima. Es un libreto conocido: cuando crece la incertidumbre, aparece alguien que promete orden inmediato, soluciones tajantes y lo más triste, sin jugar limpio. El Fair Play, que le dicen.
JAK ha estructurado buena parte de su narrativa sobre este mecanismo. No es el único en el mundo ni inventó el modelo, pero lo interpretó con precisión. Lo preocupante no es su postura ideológica – la derecha democrática ha sido históricamente parte del equilibrio institucional del país – sino la facilidad con que su discurso se apoya en percepciones que distorsionan al verdadero cuarto poder: la opinión pública, de la conversa profunda, incluso el chismecito constructivo.
En seguridad, por ejemplo, se instala la idea de un país al borde del colapso permanente, mientras se omiten avances, cifras y políticas en curso. En economía ocurre algo parecido: se anuncia un derrumbe incluso cuando los indicadores nacionales e internacionales no lo respaldan. Y se difunden datos falsos, todo para fortalecer un relato que carece de verdad. Lo vimos ayer en el debate de ANATEL, por ejemplo.
El punto no es blindar al gobierno ni negar los problemas reales. El punto es otro: cuando una candidatura basa su fuerza en simplificaciones (o directamente en mentiras) que intensifican el miedo y reducen la discusión a consignas sin base técnica, quien pierde es la Democracia. La posverdad no sólo confunde; baja el nivel del debate y convierte cualquier dato verídico en sospechoso.
Chile ha enfrentado suficientes crisis como para saber que los atajos terminan mal. La tentación de creer en soluciones inmediatas, sin procesos ni institucionalidad, suele ser proporcional a la decepción posterior. Latinoamérica tiene lecciones de sobra, sobre todo si no compruebas lo que te dice TikTok o lo que aparece en redes sociales hoy por hoy.
Las elecciones obligan a definir más que un nombre en la papeleta: obligan a definir el tipo de conversación que queremos sostener como país. Podemos debatir con rigor, admitir diferencias, reconocer avances y falencias; o rendirnos ante el relato fácil, ese que lo simplifica todo hasta dejarlo sin consistencia.
No se trata de votar por miedo. Se trata de votar con criterio. Hay proyectos que ofrecen estabilidad desde la evidencia, y otros que ofrecen certezas desde la emoción, como ese miedo
de que te maten si sales de tu casa. En una elección como esta, la diferencia entre ambas no es técnica ni doctrinaria: es ÉTICA.
Y si cruzamos esa línea, costará recuperarla lo suficientemente rápido como para que las y los mayores vivan sus últimos años con dignidad y para que las próximas generaciones no carguen con la mochila de la incertidumbre sobre educación, salud y vivienda. Lo mínimo para empezar tranquilos. Garantías que no tuvimos quienes crecimos después de que llegó la democracia.
Porque es fácil hablar de libertad cuando creciste con un patrimonio económico multimillonario a los 22 años.
Y sí: esto es una lucha de clases.
Que este domingo no nos pese en el futuro.
Y parafraseo a Eduardo Miño cuando dijo: “Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injusticia”.
Atte.,
Perla Álvarez Callejas
Periodista
Freirina

